La belleza es la ausencia de dolor. Cuando un rostro conserva un
nivel de fluctuaciones asimétricas netamente inferior al promedio –por
la ausencia de malformaciones provocadas por enfermedades como la
malaria–, despuntan los viejos principios de la armonía o la simetría,
que el pensamiento de los humanos siempre identificó con la belleza.
Se sabe del valor único e inapreciable de la belleza, pero no siempre
se ha querido evitar el dolor que la destruye o cuando menos mitiga. Se
ha perseguido resueltamente la belleza en el arte o el diseño de las
grandes ciudades, sin que se haya perseguido con el mismo tesón el dolor
que la provoca.
Es más, hasta hace bien poco, la ignorancia o el desprecio del dolor
constituía más bien un síntoma de la altura de miras e inteligencia de
una persona. Cuando el dolor era insoportable, se acometían todo tipo de
insensibilizaciones o atropellos biológicos relacionados con el
tratamiento anestésico, causante de complicaciones biológicas
innumerables. De ahí mi sorpresa, cuando en una visita programada al
dentista de mi lugar de residencia, Pineda de Mar, me encontré con una
nueva tecnología puesta en circulación, tentativamente, por un grupo de
científicos. La propia dentista me invitó a probar y dar cuenta del
resultado de una tecnología nueva destinada a
modular el dolor inevitable de la intervención.
Se trataba de un instrumento óptico en forma de lentes que el
paciente se colocaba a medida que se iba reclinando en el sillón
ortopédico que yo asimilo a un reducto de la tortura. Me sometí con
curiosidad a la prueba. En el laboratorio había podido experimentar la
incapacidad del ser humano para desviar su atención cuando está presa de
algo que le afecta directamente; es de sobra conocido el experimento en
el que un porcentaje apreciable de alumnos no se enteran del paso por
medio de la clase de un chimpancé. Se trataba de explicar a los alumnos
la fijación sobreexcitada de la mente producida por un estímulo y su
consiguiente dificultad en desviar la atención de la persona o el
colectivo implicado.
Pues bien, en el caso que nos ocupa, el estímulo óptico descrito en
el juego que pasaba delante de mi vista, mientras el dentista acometía
la fechoría de la limpieza bucal primero, de la anestesia después y de
la intervención quirúrgica al final, me hizo olvidarme del lugar en que
me encontraba y del trabajo que otros efectuaban con mi supuesto
consentimiento. El juego seguía con extremada elegancia y finura a los
distintos animales salvajes que poblaban aquel lugar paradisiaco;
después del juego ya era imposible distinguir en la vida lo microscópico
de lo real; hurgando en la esencia de un brote verde, del esplendor de
un lago natural; lo cuántico de la dimensión cósmica; el dolor lacerante
de una intervención quirúrgica, de la belleza de un estímulo que
provoca el olvido de todo lo malo.
Pensé, tras la experiencia de las gafas apodadas Isla Calma –que
fueron capaces de hacerme olvidar la silla del dentista–, que apenas
estaba la tecnología abriendo el camino para devolver a la vida la
belleza que nunca debió haber perdido. Está claro que no hemos dedicado
esfuerzos suficientes a
disfrazar la realidad. La
medicina tradicional de las enfermedades no ha sido sustituida todavía
por la del bienestar. Esto requerirá que logremos disminuir la soledad,
la tristeza o las discapacidades mentales por la ausencia de dolor que
las nuevas tecnologías permiten esgrimir.
En realidad estaremos dando la razón a los observadores que se
alegran de la gran huida de la realidad que se está produciendo. La
medicina personalizada y la del bienestar están apuntando,
efectivamente, a una sustitución de la realidad no querida por la
belleza que el estudio del impacto de las emociones nos permite
vislumbrar.